“De todas las premisas del
camino del guerrero,
la más
efectiva, es perder la importancia
personal”
Castaneda
Yo que
sólo pienso en el abandono, ante las inclemencias del frío, como si no supiera
de mí… yrresponsable con “y” griega, no he terminado la tarea. Podría decirse
que me la he pasado cuidando a Cosmos y eso sería tan mañoso. Mañana se entrega
el ensayo, y apenas he cruzado el meridiano de Los errores, como si no me diera cuenta que existir es rebasar la
meta, una meta tras humana, metafísica: repetitiva. Licántropo con laptop y
licenciatura, lotófago con gafas de sol y premoniciones acuosas, bípedo ante la
volatilidad del enigma: ser o no ser. Fluido
ancestral, soplo de fuego. Revueltas coincide conmigo en que sólo existe el
presente, un presente más perpetuo que constante, un presente palpable,
principio único; representante irredimible al interior de la nada, unánime. De
verdad que, debería abandonarme, a pesar de los ensayos y del frio. Acechar el
viento, emprender el vuelo. Tomar conciencia: del silencio se nace, en el
silencio se termina; al final, todo inicia.
Escribía Octavio,
el lunes once, en su Rutina de la luz.
Sin embargo, desde hace cuánto, no había podido sino sentirse en un estado como
limítrofe, larvario, de umbral irremediable, y al mirarse al espejo, ¡no
poder!, sino considerarse… como un error. Pero ahora tenía que esperar, y
pensar en ese ensayo que sin duda estaba intrínsecamente relacionado con él;
mientras miraba -de reojo- pasar las tropas de basureros con su uniforme de
vagabundos errantes, que llegaban a devenir su salario; y mientras los entreveía,
leía sin prisa como al candor de una canción de Sigur Ros, y en una actitud
equidistante, casi contemplativa, leía junto a la rampa donde esperan… los que prestan… esperan; sin duda él
era uno de estos que apuntan en sus libretas nombres y cifras, como si en ello se
les fuera la vida, tal vez, por eso, le interesaba tanto el ensayo, y le
molestaba tanto esperar; y aunque estaba casi seguro que la muerte de una
persona como don Victorino, junto con su “sensación de hambre satisfecha”,
podía ser a todas luces, incluso, hasta deseada por gente como él, que espera;
trémulo espera cualquier vértigo simple, cualquier destello audaz. Aunque en el
fondo, lo único que le importaba a Octavio -si es que algo le importaba- era el
vacío, el silencio, las dimensiones de la Jaiba y las de la Magnífica, por
supuesto, la inmortalidad del cangrejo, el paso de piscis a acuario, el
trasfondo de las jícaras, el aroma de la hierba, y la utilidad de los vanos
para establecer quicios, además que dieran las cuatro y terminaran de pagar la
quincena, para así poder escribir, escribir sin detenerse, hasta lograr un
movimiento puro, un sigilo imperturbable. Casi desesperado y aturdido por una tormentosa lucidez que a él le
caracteriza, apuntaba:
A mí que nada me
interesa, sino el precio de las palabras, la solvencia moral; el tener que
cobrar a los ancianos, a las mujeres, a los enfermos, padres de familia y
personas en general… los intereses. Los intereses, que no son los réditos, ni
la suma porcentual que se le añade a una cantidad una vez prestada. ¡No! Los
intereses son las cosas que realmente nos importan en este mundo. Es la deuda
que se contrae por abandono a los excesos, a los espejismos; y ajenos a
nosotros mismos, así, atender los “imprevistos”, las cosas que siempre pasan, “¡siempre!”,
más allá de la gratuidad de nuestra vida. El desastre de un pariente, los
caprichos de la reina, una parranda prematura, un “accidente” (entrecomillaba
nuevamente) en el auto que nos hace esclavos de Pemex y del tránsito que desata
el calentamiento en el clima. Y sin embargo, los intereses no son, tan sólo,
las cosas que nos mueven, son también, las cosas que hacemos por cumplirlas: nuestro
mentir abstracto, pletórico, la esclerosis rubicunda, el error que se repite: letra
a letra, se repite, la neurosis colectiva, los vicios que nos circundan; la soberbia
que nos emplea, el orgullo que nos ampara, la miseria que nos vanagloria, la vanagloria
que nos endroga. Los intereses son las cosas que nos importan, ¡sí!, y a mí que
nada me incumbe, sino el precio de las palabras, tener que cobrarlos hasta poseer,
el valor de una letra… me resulta algo tan propio… como el hielo a punto de
derretirse.
A su lado, una hormiga, observaba
Octavio: ¡tiene una dimensión perfecta!, ¡dispositivos impecables!, ¿dónde cabe
entonces nuestra grandeza, nuestra diferencia, la elocuencia que nos pondera?, hijos
del agua; el humano, consideraba Octavio, como la hormiga, por el agua
subsisten, por el vacío se llenan. Por lo pronto, ambos eran seres
parasitarios, vivían a costa de ese jardín -junto a la rampa- donde desfilaban
todo el día burócratas que simulan, el Estado lo simulan, deben hasta la náusea
de su última juerga, y caminan tan dueños de sí, como si la democracia de
verdad funcionara, como si no estuviéramos en guerra; sin embargo, al
“razonarlo”, Octavio sentía que estaba libre de ésta relación, que la casta no
lo definía. “Una singularidad andante”, decía Paz: “el artista es el
incomprendido, el parásito, el excéntrico; vive en un grupo cerrado y aún el
barrio que habita con sus congéneres, es un lugar equívoco; lo miran con
desconfianza el burgués, el proletario y el profesor. El revolucionario [en
cambio], es el perseguido por todas las policías, el hombre sin pasaporte y con
mil nombres, denunciado por la prensa y reclamado por el juez: todo es legítimo
para neutralizarlo.” ¡Claro! “Un lugar equivoco” -según, Los errores- es lógicamente más revolucionario que un lugar común,
y Revueltas, como se sabe, solía frecuentar los penales con una vehemencia tan propia
de los de su especie, que se podría asegurar que en su obra confluye el arte,
la revolución y su vida. Pero el profesor, y la clase, tan llena de ellos… podrían
acaso, escuchar sin desconfianza, el ensayo que el lector de Paz y de Revueltas
propondría; a pesar de que las letras, seguramente, se las dedicara a su madre,
ya que en realidad ella es, la de la luz.
Sólo así, el-éctor, por fin aceptaría que la universidad es – tal vez, siempre
lo ha sido- su punto de partida, entonces durante su clase, sencillamente leería:
Los errores
(Dos
puntos)
Primero. Con
el peso de la verdad histórica, leer a José Revueltas en los albores de este
siglo, tan vorazmente socavado por el consumismo y las prisas, me resulta, al
menos, tan asombroso como imprescindible. ¡Todo converge! En Revueltas todo se
entremezcla, su narrativa es el testimonio insigne del viejo principio anaxagórico: <>, de ese modo encontramos “una
lucidez torturante, como la que tienen las ratas de la cárcel”, la razón abyecta que se vacía como un río en el océano de lo extraño;
aquello que es nuestro pero todavía no nos pertenece; a pesar de nuestra verdad
histórica y nuestro presente palpable como dogma intransferible.
El
comunismo sin credo, el aire sin tierra; son como una catástrofe sin heridos,
una civilización sin ruinas donde se yergue la realidad imaginable: un mundo
que no existe. ¡Error, el error! “El hombre es un ser erróneo… [por supuesto tiene la facultad de errar, si
a eso se le puede llamar facultad]... un ser que no termina de establecerse
del todo en ninguna parte: aquí radica precisamente su condición revolucionaria
y trágica, inapacible”. Los errores, José
Revueltas escribe: inapacible en vez
de impasible, seguramente ebrio, de adjetivos y de tinto. Luego: un ser que no termina de establecerse del
todo en ninguna parte… ¿desde cuándo?... Si desde que se es, se ha establecido para sí, desde sí,
en sí, etc. Aquí Revueltas hace de lado a Sartre, pero tampoco pasa mucho;
nombres, cifras, Sartre, Revueltas, los errores, el desencanto, el desasosiego,
ser un error y seguir existiendo. Tal vez por ello, el acierto, lo encontramos
al principio; cuando las cosas se vuelven autónomas e impersonales: “Igual que
a través de un estado de sordera en la que también se ha perdido el tacto…
absuelto de antemano por aquella irrealidad blanca e inexorable en la que
existía esa amnesia del futuro que sin duda debe sobrevenirles a los condenados
a muerte… puros de tanto pensar que nos son ellos mismos”. (J.R. Los errores)
Nuestra
muerte, se sabe, es nuestra hipótesis más segura; y sin embargo…como dijera
Torri, amamos, odiamos y anhelamos como si fuéramos inmortales, como si alguien
pudiera pararse junto a la ventana y observar las cosas como recién llegado de
algún punto distante en el universo y, con esto, tuviera la facultad de evadir,
el raciocinio; ese orgulloso dolor de muelas, esa resignación terrible de pinche puta desdichada, a la cual, no
pudo escapar Lucrecia.
Segundo. El
hombre ha sido atado a sus paradigmas presupuestos, tal vez por ello, a lo que
apela Revueltas, es a un comunismo unánime de la conciencia, que al
reflexionarlo, hace de nuestra actual civilización: un error. “Hace mucho
tiempo, le dice don Juan a Castaneda, cuando el hombre comprendió que sabía y
quiso estar consciente de lo que sabía, perdió de vista aquello que sabía”.
Así, las cosas, los objetos, sus relaciones, su semántica y su sentido, no pueden
ser sino vaivenes racionalmente absurdos. Por su puesto que todavía así, se
puede considerar “el pensamiento teórico como un ejercicio absoluto, la
práctica del ser, como diría Jacobo, a su nivel más alto posible, al nivel de
la acción casi pura.”
Dicho de
otra forma: una mueca sin mohína, tener la suerte del Muñeco y saber que la
locura, quizá, no sea sino la sabiduría misma, que cansada de las vergüenzas
del mundo, ha tomado la sabia resolución de volverse loca, tal vez, de ahí
emane la inercia, “la loca tarea de transformar el infierno mediante su propio
combustible” y cada hombre desde su soberano fuego, aplaste sin reservas, su
indiferencia reaccionaria, detenga el juicio y la adjetivación que lo precipita
al mundo que lo absorbe. “La historia – nos dice Revueltas- ha sido la historia
del fuego contra el fuego; fuego como conciencia del sometimiento del infierno
al hombre, contra el incendio y reducción a cenizas de lo humano. Queremos al
hombre-llamarada en ardimiento infinito y no al infinito en ardimiento sin
hombre”.
Empecemos
de nuevo, conscientes de nuestro tiempo, del fuego contra fuego que en el país
acontece, diez mil federales en Juárez, por ejemplo: militares al servicio de
sicarios, la gente que se muere de (¿un?) balazo, muertes sistemáticas,
masivas; no se puede ver, entonces, y hacerse el sordo, o callar, el no decir
que sería nuestro suicidio más preciso. Por tanto, leer a José Revueltas en los
albores de este siglo, me resulta, por demás, tan revolucionario como la verdad
histórica, concreta, la autocrítica radical, el desencanto de sí mismo, la
práctica del ser, el anular el yo, y propiciar, entre los adecuados, la
conciencia de la caída, ¡el milagro de la resurrección!, el lugar impropio,
equivoco hasta afirmar que verdad, justicia y realidad, por delirante que
parezca, son de una vez y para siempre: lo mismo. “Destino es carácter”,
aseguraba Heráclito. “S es P”, ha dicho Derridá. Llegamos a la revolución de la
conciencia. El tiempo sin tiempo, el día del solsticio, cuando la conciencia
del hombre se una al Todo que lo rodea, y comprenda que el futuro se manifiesta
ahora, en su pensamiento, como lo advertían los mayas, en el pasado. Sólo que
ahora, la pelea es Paz, y el Amor que, por error, nunca tuvo Lucrecia.